A pocos días de la primera vuelta de la elección presidencial se realiza un paro armado desarrollado por estructuras paramilitares. Según El Espectador, en 178 municipios se registraron hechos violentos. La situación ha sido tan dramática que las comunidades afectadas señalan que fueron sometidas a un confinamiento más fuerte que el vivido en lo más álgido de la pandemia. Imágenes de vehículos incinerados, vías desoladas y brutales castigos a ciudadanos se vieron en las redes sociales, como si no hubiera una institucionalidad del estado para garantizar la vida de inmensas poblaciones. Gravísima e insólita situación.
En contraste con la reacción de la fuerza pública para confrontar a estos grupos, aún están frescas las imágenes de lo que sí hicieron en el paro nacional que este 28 de abril conmemoró su primer año. Ante el estallido social generado entre otras causas por la lapidaria reforma tributaria que quería aprobar el congreso, la respuesta del gobierno fue represión total y cero diálogo con los sectores sociales. Hubo Esmad, gases, disparos, jóvenes desaparecidos y mutilados. La gran prensa y los gremios tildaron de terroristas a los participantes de las movilizaciones y especulaban con cifras astronómicas de las pérdidas generadas por el inconformismo. No faltaron las estigmatizaciones y los señalamientos de la infiltración de la guerrilla en las marchas, mientras en el paro actual esas voces no se escuchan. Algo extraño por decir lo menos.
Este paro armado, para estudiosos de temas de conflictos en el país, desnuda la fragilidad de la seguridad en Colombia. León Valencia, uno de ellos, señala que el Clan del Golfo tiene presencia en 241 municipios del país, 31 más que el año pasado, como quien dice, toda una expansión territorial debida según lo que venía contando alias ‘Otoniel’ en la JEP: la alianza con empresarios, políticos y sectores de las fuerzas militares, según señala este analista.
Además del paro del Clan del Golfo, la situación del país en aspectos de seguridad se complica si tenemos en cuenta las acciones violentas del Eln y de las disidencias de las Farc, demostrándose con ello, que los actores armados crecieron y se multiplicaron en el gobierno del presidente Duque, fenómeno diferente a lo acontecido en el mismo periodo de gobierno del presidente Santos en el que se logró el acuerdo de paz tan denostado por sectores proclives a la confrontación armada y la guerra.
En esta coyuntura electoral presidencial el tema se ha tocado marginalmente porque hay otros más importantes como la economía, las pensiones y el cambio climático entre otros, sin embargo, es necesario retomar con fuerza el tema de la violencia y el conflicto que se viene reciclando. Cualquiera sea el presidente desde el próximo 7 de agosto tendrá una gran responsabilidad de velar por la paz entre los colombianos. No puede ser que la exacerbación de la violencia sea un recurso para una oferta de campaña de más seguridad a través de la militarización, lo requerido es un compromiso serio con el cumplimiento de los acuerdos de paz, sin dilaciones ni jugaditas, recuperar el proceso de negociación política con el Eln y una apuesta hacia el sometimiento a la justicia de los grupos paramilitares y el narcotráfico.
Será una tarea ardua que debe concitar la unidad de los colombianos, desde los que habitan los territorios abandonados y olvidados, hasta los que viven en los grandes centros urbanos, convencidos todos como se repite reiteradamente, que es mejor una paz imperfecta a una guerra perfecta generadora de más odios, sufrimientos, muertes, amenazas, desplazamientos y miedo.
Colombia debe ingresar a una era de paz completa e integral, la merecemos para nosotros, nuestros hijos y para las generaciones venideras.
¡Hagamos región y apoyemos lo nuestro!
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Hugo Rincón Gonzáles