Hice mis cálculos del tiempo. Creí que me sobraba. Ir desde donde vivo hasta el sitio donde está mi madre es un viaje que tarda 25 minutos cuando el atafago natural del tráfico no es grave. Hoy fue por el contrario una pesadilla manejar hacia allá. No más salir a la calle 93 con carrera 5 comenzó el stress intenso. Se volvió habitual que casi nadie respete las señales del semáforo de esta dirección. Uno asoma la trompa del vehículo cuando la señal está en verde y ve como varios enloquecidos motociclistas se lanzan despavoridos y con temeridad como si no hubiera un mañana.
Nervioso e hiperventilando arranqué hacia la glorieta del Éxito y me encontré, ya sin sorpresa, con que hay huecos por todos lados. Cuando uno cree que los ha sorteado con algún grado de destreza y manejando por la derecha con poca velocidad, cae en cuenta que ese lado de las vías en Ibagué, generalmente se usa para el parqueo de los vehículos públicos y particulares, de modo que debí regresar al carril izquierdo viendo pasar raudos los vehículos y motociclistas. En esta ocasión tuve suerte y llegué en 12 minutos en un trayecto que normalmente consume 5.
La glorieta de la 80 supone otro desafío. Pasarla para seguir ascendiendo por la carrera quinta es una odisea. No encontré guardas de tránsito para ordenar el flujo vehicular. Aquí se trata de “lanzarse”. Mientras calculaba el mejor momento, sentí un atronador pito de camión que preciso venía detrás de mi. Supuse la cara de pocos amigos de su conductor y la adjetivación vulgar porque no me animaba a ingresar a esta locura de rotonda.
Superado este escollo y siendo las 4 de la tarde supuse un tráfico apacible hasta mi sitio de llegada. Enorme error de cálculo puesto que el volumen vehicular seguía siendo altísimo. Independiente de la reciente pavimentación en este sector, el montón de carros y motos hizo que secretara adrenalina en unos niveles por encima de lo normal. Lentamente me acerqué a los Arrayanes y el flujo vehicular parsimonioso era desesperante. A esta altura ya no consultaba el reloj para no mortificarme.
Luego de esta meta volante vino la etapa más crítica. Llegar a la calle 60 donde me enteré que hoy el alcalde había dado la largada oficial del cuestionado viaducto. Una obra para algunos no prioritaria pero que el mandatario contra viento y marea impuso. De los Arrayanes a ese lugar fue un verdadero viacrucis. La movilidad se redujo a casi nada. Minutos eternos con un calor infernal que me hicieron pensar en el debate de las ciudades y los millones de dólares en pérdidas por el caos vehicular. Este sin duda es un tema para los aspirantes a gobernar esta ciudad.
En la calle 60 me desviaron para subir por la carrera 6. Recorrer una cuadra me tomó otra eternidad. Subir por la carrera 6 se vuelve más complicado por ser doble vía. Carros parqueados a la derecha, motos adelantando por cualquier lado, ciclistas, peatones y ahora las patinetas eléctricas hicieron este tramo más difícil.
Al fin luego de una hora y media llegué jadeante al hogar donde se encuentra mi madre en el barrio Piedra Pintada, me reconfortó verla y abrazarla. Recordé el viacrucis, las penitencias y los castigos impuestos. Manejar en Ibagué dejó de ser placentero para convertirse en una actividad generadora de stress y de angustia. Más vale que pensemos en soluciones estructurales que deben articular la educación ciudadana, el ejercicio de la autoridad y la implementación de un plan de mejoramiento de la movilidad. Mientras esto ocurre, seguramente seguiré padeciendo brutales pesadillas en las que me veo manejando desesperadamente por esta caótica ciudad.